Hay una escena que se repite en muchas bibliotecas (escolares, populares, universitarias):
un pibe se sienta, abre el libro… y a los 40 segundos mira el celular.
Vuelve al libro. Vuelve al celular. Vuelve al libro. Vuelve al celular.
No es que “no quiera leer”.
Es que su cabeza está formateada por otra lógica de atención: la del scroll infinito, las notificaciones, los videos de 15 segundos, los mensajes que llegan en cadena.
A esa sensación de no poder concentrarse, de tener la mente fragmentada, de leer dos renglones y perder el foco, muchos adolescentes —y también adultos— ya la nombran con una palabra: brainrot.
Cerebro “quemado” por demasiados estĂmulos, demasiado rápido, demasiado seguido.
La pregunta es incĂłmoda pero urgente:
¿Qué papel puede jugar la biblioteca cuando el cerebro llega cansado, saturado y acostumbrado al scroll?
Durante años repetimos una explicación tranquilizadora:
“Los chicos no leen porque no tienen hábito de lectura”.
Hoy sabemos que esa frase se queda corta, y hasta puede ser injusta.
Porque el problema no es solo leer poco, sino vivir rodeados de interfaces diseñadas para que no podamos leer en profundidad.
Las plataformas no “fallan”: funcionan perfecto para lo que fueron pensadas:
mantenernos conectados el mayor tiempo posible,
generar interacciĂłn constante,
mostrarnos contenido nuevo antes de que el anterior termine de asentarse en la cabeza.
En ese contexto:
Leer un cuento de 5 páginas en silencio
Seguir el hilo de un texto académico
O simplemente aguantar dos párrafos sin mirar el celular
deja de ser un “hábito” y pasa a ser casi un acto de resistencia.
Las bibliotecas no controlan los algoritmos de TikTok, YouTube o Instagram.
Pero sĂ pueden convertirse en uno de los pocos espacios que ofrecen otro tipo de relaciĂłn con el tiempo y la atenciĂłn.
Algunas postales de todos los dĂas:
Estudiantes que abren la notebook para “estudiar”, pero antes de la tercera página ya tienen cuatro pestañas de redes sociales abiertas.
Adultos que vienen a “leer el diario”, pero se la pasan saltando de un titular a otro sin terminar ninguno, como si estuvieran scrolleando la portada.
Chiques que piden “algo cortito”, no porque no les interese el tema, sino porque ya anticipan que no van a poder sostener la atención más de unos minutos.
En todos esos casos, la biblioteca aparece como un lugar fĂsicamente distinto… pero la cabeza llega con el mismo modo de uso que fuera de la biblioteca.
Si no lo nombramos, si no lo problematizamos, caemos en las explicaciones fáciles:
“No se concentran porque no les interesa”.
“No leen porque son vagos”.
Y dejamos afuera algo clave:
la manera en que el diseño de las plataformas está moldeando nuestra capacidad de atención.
Frente al brainrot, la biblioteca tiene algo que las plataformas no tienen (y probablemente nunca tendrán):
Tiempo sin métricas: nadie nos exige “retención de usuarios” cada 15 segundos.
Cuerpos presentes: la lectura se comparte, se conversa, se acompaña.
Contexto: podemos explicar de dónde viene un texto, por qué importa, cómo se relaciona con otras lecturas y experiencias.
Cuidado: podemos preguntar “¿cĂłmo venĂs?”, “¿te está costando concentrarte?”, sin que eso sea un dato para vender publicidad.
Mientras el algoritmo captura atenciĂłn, la biblioteca puede cuidar atenciĂłn.
Pero eso no pasa solo por tener libros, sino por diseñar experiencias de lectura pensadas para este nuevo contexto de saturación.
No se trata de “prohibir pantallas”, ni de idealizar una biblioteca sin tecnologĂa.
Se trata de crear islas de otra temporalidad en medio del ruido digital.
Algunas ideas que podemos empezar a probar (muchas ya las están haciendo bibliotecas de todo tipo):
En lugar de exigir lecturas largas desde el inicio, trabajar con:
textos breves pero intensos (microrelatos, fragmentos potentes, columnas cortas)
que se lean en voz alta, en grupo,
con pausas para comentar, subrayar, preguntar.
No es resignar la lectura profunda, es reconstruirla desde tramos más cortos y compartidos, hasta que el cuerpo y la mente se vuelvan a acostumbrar.
Armar espacios con reglas claras, explĂcitas:
30 o 40 minutos de lectura sin celular (guardado, en silencio, sin notificaciones visibles).
Un solo texto, sin saltar de pestaña en pestaña.
Conversación al final: qué costó, qué enganchó, dónde se perdió cada uno.
Nombrar la dificultad no como “falla individual”, sino como efecto del entorno digital:
“Nos cuesta concentrarnos, no porque seamos peores lectores, sino porque vivimos en un diseño de atención permanente”.
En lugar de recomendar solo tĂtulos, recomendar rutas:
“Si te cuesta concentrarte, empezá por este cuento de 4 páginas, después seguà por esta crónica de 8, y recién ahà probá con este libro más largo”.
Armar itinerarios de lectura lenta:
con niveles de dificultad,
tiempos sugeridos,
y acompañamiento desde la biblioteca.
La idea es clara: no tirarle a alguien con brainrot una novela de 400 páginas y después culparlo porque no la terminó.
La biblioteca como espacio para hablar de:
qué es el brainrot,
cĂłmo funciona el scroll infinito,
por qué sentimos que “no podemos soltar el celu”,
cómo los algoritmos regulan qué vemos y qué no.
No desde el miedo (“las redes son el demonio”), sino desde la alfabetizaciĂłn crĂtica:
“Si entiendo cómo me captura, tengo más herramientas para decidir cuándo quiero entrar… y cuándo quiero salir”.
No todas las bibliotecas pueden, pero algunas ya ensayan:
mesas señalizadas como “zona sin celulares” o “mesa de lectura lenta”,
horarios especĂficos de “lectura silenciosa”,
rincones con libros, fanzines, textos breves, poesĂa que invitan a una relaciĂłn distinta con el tiempo.
No es vigilar ni castigar: es ofrecer otra atmĂłsfera posible.
En este escenario, el rol de la biblioteca cambia:
Ya no somos solo guardianes del libro.
Somos también diseñadores de experiencias de lectura en un mundo que fragmenta la atención.
Acompañamos a personas que llegan cansadas de tanto scroll, pero que todavĂa buscan un espacio distinto para pensar, leer, conversar.
El brainrot no significa que “nadie va a leer nunca más”.
Significa que tenemos que cambiar la forma en que invitamos a leer.
Y ahà las bibliotecas —escolares, populares, universitarias, especializadas— tienen algo para decir y para hacer:
inventar dispositivos,
probar formatos,
equivocarse,
volver a intentar.
En tiempos de algoritmos que lo aceleran todo, la biblioteca puede ser uno de los pocos lugares donde todavĂa se puede ir más despacio.
Y tal vez, justamente por eso, sea más necesaria que nunca.
Si trabajás en una biblioteca y estás probando estrategias contra el brainrot (microlecturas, clubes, talleres, acuerdos con docentes, etc.), me encantarĂa leerte.
Podés contar la experiencia en los comentarios o escribirme: esas prácticas concretas son las que ayudan a imaginar bibliotecas tecnoeducativas que no se resignan a perder la atención, sino que la cuidan, la entrenan y la comparten.
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